En el siglo XIII, en el castillo de Trasmoz se acuñaba moneda falsa. Además era un municipio laico, totalmente fuera de la jurisdicción del cercano Monasterio de Veruela y exento de pagar impuestos a este. Por si fuera poco, era una zona rica con minas de hierro y plata y grandes reservas de madera y agua. Trasmoz era como una isla que escapaba al control del Monasterio y el abad del mismo consiguió que el arzobispo de Tarazona excomulgara a la localidad entera, amparándose en acusaciones de magia. Si estas acusaciones eran ciertas o no es algo por dilucidar, cada cual puede sacar sus propias conclusiones.
Como reacción y con el permiso del papa Julio II, en 1511, el monasterio lanzó una terrible maldición sobre Pedro Manuel y toda la localidad que solo podía ser levantada por otro papa, hecho que hasta la fecha no ha ocurrido, siendo el único pueblo excomulgado y maldito de España.
Según fuentes navarras, el Castillo de Trasmoz ya existía en 1185, cuando las tierras en torno a él pertenecían a Navarra, y eran pugnadas por los aragoneses. Finalmente, empezó a formar parte de la Corona de Aragón por mediación de Alfonso II. Más tarde pasó a Sancho Pérez de Monteagudo, como donación de la Corona.
Camino de Trasmoz se cruzo con el rey musulmán de Tarazona quien contemplaba el paisaje de las faldas del Moncayo, y comentaba que esa pequeña pedanía de pastores que por entonces constaba de unas quince o veinte casas, sería un lugar propicio por su inclinación y las vistas para tener un castillo. El viajo que lo escucho, le propuso un pacto:
“— Si me le dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo á llevaros mañana á vuestro palacio sus llaves de oro.
Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, á manera de limosna, contéstale el soberano con aire de zumba:
— Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino. Y, esto diciendo, le apartó suavemente á un lado de la senda.
— ¿Luego me confirmáis en la alcaidía? añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.
— Seguramente díjole el rey desde lejos y cuando ya iba á doblar una de las vueltas del monte; pero con la condición de que esta noche levantarás el castillo, y mañana irás á Tarazona á entregarme las llaves.”
Estas órdenes, dirigidas desde lo alto de un montículo, las leía el nigromante de un gran libro carcomido y viejo, en el que tintados de varios colores, se agrupaban los caracteres en árabe, caldeo y siriaco, amén de figuras y de símbolos misteriosos.
Asi narra Becquer este momento mágico:
“El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando é irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles.
Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, é impulsadas de una fuerza oculta é interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban, próximos á hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese á rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron á saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes á una lluvia espesa en el lugar que de antemano señaló el nigromante á sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, é iban formando una cerca altísima á manera de bastión, que el agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.”
A la mañana siguiente los escasos habitantes, se verían sorprendidos, ya que de la noche a la mañana, se encontraron con una fortaleza imponente. Y hasta al mismo Rey de Tarazona llegaron esa mañana la narración de los hechos:
“Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos vuestros estados”
Al oír el rey este mensaje, se acordó de su encuentro el día anterior con el peregrino, y mando preparar su caballo…
Tocaba el rey casi á la cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezina, cuando, con gran asombro suyo y de los que le seguían, vio venir á su encuentro al viejecito de las alforjas, con la misma túnica raída y remendada del día anterior. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar á que le preguntara cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba á su soberano:
— Señor, yo he cumplido ya mi palabra; á vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.
— Pero ¿no es fábula lo del castillo? — preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves que por su materia y su inconcebible trabajo valían de por sí un tesoro.
— Dad algunos pasos más y le veréis, respondió el alcaide;
Dio algunos pasos más el soberano; llegó á lo más alto de la Ciezma, y en efecto, el castillo de Trasmoz apareció á sus ojos, no tal como hoy se ofrecería á los de ustedes, si por acaso tuvieran la humorada de venir á verlo, sino tal como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantescas, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.
Y así termina esta leyenda que el Bécquer, parece dejar incompleta.
La leyenda de la Tía Casca.
La Tía Casca, mujer que vivió en Trasmoz durante el S.XIX y cuya leyenda popular continúa estremeciendo y sobresaltando a todo aquel visitante que se acerque hasta estas tierras del Moncayo
Sus poderes procedían de un misterioso unto cuyos ingredientes se le había transmitido por herencia de sus antecesoras
Trasmoz La tía Casca
Entre los poderes de la bruja destacamos que era capaz de volar, hablaba latín, lenguas desconocidas, podía empozoñar la hierba, envenenar las aguas del rio para matar a las reses que bebieran e impedir que los mulos tuviesen apetito.
La tía Casca disfrutaba echando el mal de ojo a los niños y se divertía sacándolos de la cuna para azotarlos
Por todos era sabido que las oraciones siempre las rezaba al revés
Gustavo Adolfo Bécquer nos la describe;
"Con sus greñas blancuznas, su formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos disformes, que se destacaban angulosos y oscuros sobre el fondo de fuego del horizonte"
La tía Casca fue acusada de ser la ejecutoara de males de ojo y todos lo hechizos imaginables por los vecinos del lugar
Trasmoz La tía Casca
Estos fueron quienes la persiguieron y tras un linchamiento popular acabó despeñada por un precipicio
Tras morir la tía Casca su alma comenzó a vagar por el entorno, quizá con sed de venganza. Ni el mismísimo diablo quiso llevársela al Infierno.